‘En las principales calles de la ciudad el alumbrado a fines de 1900 era en las esquinas. Consistía en focos de luz eléctrica de carbones incandescentes, y a mitad de cuadra faroles de gas. En las otras intersecciones aún existían los faroles de kerosene. Las calles eran empedradas. En ciertas cuadras principales el empedrado era de piedra azul cuadrada, y en Miraflores –como frente al Teatro Municipal- se hizo un ensayo de adoquines de asfalto.
Los empedradores eran verdaderos artistas. Se sentaban en medio de la calle con su martillo y comenzaban a colocar sus piedras, con tal arte y perfección que siempre caía en el lugar justo. Primeramente le buscaba ‘el canto’ que llamaba él; luego, con un golpecito de martillo la asentaba, y quedaba perfecta. Las aceras eran de lajas, salvo en las calles principales hechas de cemento romano. Como solía nacer monte entre las piedras, las familias tenían especial cuidado en hacer desyerbar el frente de sus casas con un muchachito a quien le pagaban medio real. Los sábados pasaba el policía tocando en los portones con un chaparrito, mandando a barrer el frente. Llegaba el muchachito, tomaba de la pila del patio una perolita de agua, regaba y barría y se ganaba tres centavos.
El macadam -o macán, como le decían otros [asfalto]- no vino a figurar sino ya entrado el siglo. Comenzó por un ensayo en los alrededores de Miraflores, luego de Las Dos Pilitas al Guanábano, y poco a poco se fue extendiendo en toda la ciudad. Desempedraban una calle, tiraban la piedra a las aceras de uno y otro lado, donde cantidad de mujeres y muchachos sentados con sus martillos las picaban por una locha la lata. Luego las mezclaban con cemento, y con palas iban rellenando la calle. Los más divertidos eran los que se ocupaban de los pisones, que como tenían que estar apisonando horas enteras, para no aburrirse iban cantando este estribillo, dándole compás al trabajo:
“Échale macán, échale pisón, yo no tomo brandy, pero tomo ron”.
Ese primer piso de Caracas tenía el mérito de ser hecho con el sudor de sus hijos, porque las maquinarias no habían irrumpido en nuestros lares.
Los aleros coloniales, que tanto nos protegían de las lloviznas como de los rayos solares, iban desapareciendo y cambiados por áticos y cornisas, sólo las rejas de las ventanas quedaban recordando el pasado de nuestra era colonial. Caracas era un crucigrama. Había manzanas enteras ocupadas en comercios, jardines y plazas públicas, edificios o iglesias, y en las más en habitaciones de ventanas enrejadas a usanza española. Solo que si en España las rejas estaban adornadas con bellas macetas de claveles y geranios, las de Caracas las adornaba la presencia de bellas mujeres. Había que salir a pie un domingo por la mañana, o darse un paseíto en coche por las tardes, para darse cuenta de este embrujo o poema de amor que constituía la muy noble y gentil ciudad de Santiago de León de Caracas.
Yo vivía entonces de Balconcito a Truco, N° 85. Al salir, un domingo por la mañana, doy los buenos días a nuestra encantadora vecinita Carmen Teresa Guevara. Enfrente saludo a mis gentiles primas Susanita Rosita y Teresa Delfino. En las otras rejas están Mery y Estela Llanos Arroyal, más abajo la espiritual Isabelita Calcaño Herrera. Llego a Balconcito y doblo para Salas, y me encuentro ante las ventanas de la casa del general José Manuel Velutini, ocupadas una, con la bellísima María y su novio, el doctor Oscar García Uslar, y en la otra la simpática Luisa Margarita con el suyo, Enrique Pérez Dupuy. En la esquina de Salas me entretengo en las ventanas de Cecilia Rodríguez Toro y Cristina Clemente, y saludo en las ventanas contiguas a Berta, Eva, Olga e Inesita Lobo.
Continúo mi marcha hacia Las Mercedes, y en esa cuadra, ya al terminar, saludo a Mercedita, María Luisa e Isabelita Palacios Madrid, esta última ya comprometida con don Víctor Maurtua, ministro del Perú. En toda la esquina, frente a la iglesia, lucen sus magníficos ojos María y Clementina Machado […]
No había una sola cuadra en Caracas que no tuviera ventanas engalanadas con la presencia de la mujer caraqueña, riente o pensativa sobre su cojín bordado, su felpudo, o su piel blanca de carnero. Por las noches, si la niña no estaba en la ventana, se presentía en los acordes del piano o la bandolina.’
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